Atribución de virtudes
No existe ninguna persona perfecta. Seguramente la mayoría de la gente tiene algunas virtudes y gran cantidad de defectos. Y no es porque no lo intentemos o no queramos mejorar, sencillamente no tenemos la capacidad para ser tan honestos, sabios, o valientes como nos gustaría ser. Eso tampoco significa que la mayoría de las personas sean deshonestas, cobardes, o viciosas. Podríamos estar de acuerdo en que nuestras personalidades se conforman por una mezcla de virtudes y defectos. Y creo que de hecho esta es la interpretación más simple de lo que la psicología nos dice sobre el ser humano. Pues sorpresa, ya sabéis, hay psicólogos que se han dedicado a investigar y averiguar cómo podemos llegar a ser mejores personas, cómo podemos ser más generosos, colaboradores y compasivos.
La pregunta que han intentado responder es cómo conseguir que nos acerquemos lo máximo posible a esa persona que queremos ser, a ese ideal con el que nos identificamos e incluso a veces nos engañamos pensado que ya hemos llegado.
Hoy os voy a hablar sobre una de las estrategias más conocidas que se emplean para hacernos mejores personas. Los autores lo suelen llamar el virtue labeling, que se podría traducir como etiquetaje de virtudes, aunque a mí me parece más adecuado llamarlo atribución de virtudes. Lo vais a entender rápidamente por su aparente simpleza. Cuando nombramos cualidades de una persona, cuando elogiamos su buen hacer, su generosidad y comprensión, estamos aumentando las probabilidades de que esa persona actúe de esa forma, que mantenga esa imagen que los demás tienen de ella. Nuestra autoimagen, la visión que tenemos de nosotros mismos, la forma en que nos describimos, tiene mucho que ver con los mensajes que recibimos de los demás desde que somos niños. E intentamos estar a la altura de esas expectativas. De hecho, solemos perpetuar los roles en los que nos encasillan. Así que al elogiar o ensalzar una virtud de otra persona, por ejemplo la generosidad, incluso aunque realmente no la tenga, podemos provocar que la persona actué como si lo fuera, acorde con la imagen que cree que los demás perciben.
Gracias a algunos experimentos, sabemos que al menos en ciertos contextos esta estrategia funciona muy bien. Empiezo con un par de estudios que se realizaron con niños de 10-11 años. El experimento más famoso se realizó en 1975 en la Universidad de Nebraska y lo llevó a cabo Richard Miller y su equipo. Formaron tres grupos experimentales con una selección al azar de niños en un contexto escolar: A uno de los grupos le dijeron que eran muy ordenados y limpios en clase; a otro que debían ser más ordenados y limpios; y por último un grupo control al que no dieron ningún mensaje específico. En un seguimiento posterior en el que registraron el comportamiento de cada grupo vieron que el grupo al que etiquetaron como “ordenado” fue efectivamente el más ordenado; el grupo control y el que recibió la instrucción de ser más ordenado no mostraron diferencias significativas. Fijaros que sencillo, decirles que ya eran ordenados fue más eficaz que pedirles que se esforzaran por serlo.
El otro experimento de la Universidad de Minnesota dirigido por Shirley Moore en los años 70 planteó etiquetar a uno de los grupos experimentales como niños “cooperativos” mientras que al otro se les calificó como “competitivos”. Horas más tarde en el mismo día se les puso a jugar con un típico juego de construcción con bloques para hacer torres. A pesar de que muchos de los niños decían no recordar lo que les dijeron previamente, el grupo de niños etiquetados de cooperativos colocaron el doble de bloques que el otro.
En 2007, el economista Gert Cornelissen realizó un estudio en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, en el que planteaba varias condiciones experimentales con participantes, esta vez en el rol de consumidores. Algunos de ellos vieron videos en los que se les calificaba de estar preocupados por el medioambiente y estar concienciados ecológicamente. Y de nuevo comprobaron que en las compras que realizaron posteriormente se mostraron más comprometidos con el medioambiente que los participantes del grupo al que pidieron que fueran más responsables y que el grupo control.
Pensando en las conclusiones a las que nos llevan estos estudios, parece que atribuir estas virtudes a las personas aunque ellas no lo recuerden tiene un efecto sobre su conducta. Cuando somos calificados de esta forma, otros esperan que actuemos de acuerdo con esa descripción, y si son etiquetas que consideramos positivas, nos vemos empujados a estar a la altura y no decepcionarles.
Pero estas conclusiones son todavía precipitadas con el apoyo empírico de los experimentos que os describo. Hay más estudios que intentan ofrecernos más datos. Se pretende responder a la pregunta de si lo que ocurre es sólo que intentamos estar a la altura de la imagen que se tiene de nosotros, o si además al atribuirnos virtudes hay un cambio más profundo en nuestra forma de vernos a nosotros mismos, de pensar y de actuar.
Os cuento un par de investigaciones que evaluaron el efecto de la atribución de virtudes en la conducta moral de los participantes. Robert Kraut es un psicólogo social que aunque ahora está totalmente metido en investigar cómo interactuamos a través de internet, ya realizó un estudio curioso sobre moralidad. Pidió a sus ayudantes que durante un día fueran puerta a puerta pidiendo donativos para una asociación de enfermos del corazón. De aquellos que realizaron una donación, la mitad fueron calificados como generosos. Vamos que les dieron en el momento mensajes del tipo “Eres una persona generosa. Me gustaría que mucha más gente de la que me encuentro fuera tan caritativa como tú”. La otra mitad que donó no recibió ninguna atribución de virtudes. Y de los que no donaron, a la mitad les dijeron que no eran caritativos y a la otra mitad no les dieron ningún mensaje.
Y lo que hicieron fue volver a la semana siguiente a pegar en las mismas puertas y esta vez pedirles un donativo para una campaña de recogida de fondos para la esclerosis múltiple.
Os explico los resultados de forma simple: Si el máximo donativo fuera 1€, el grupo que lo hizo inicialmente y que calificaron como generosos donaron de media 0,70€, el que hizo un donativo pero no recibió ningún mensaje positivo, 0,40€. Y luego de los dos grupos que no donaron nada previamente, a los que no les criticaron por ello dieron de media 0,33€. Y por último, los que no donaron y además recibieron la crítica por no ser generosos, en esta segunda campaña donaron de media sólo 0,23€. De nuevo, la mayor diferencia se podría explicar por la variable “atribución de virtudes”.
Otro ejemplo es el sencillo experimento de William DeJong en Boston. A algunos de los participantes en el experimento los calificaron como personas amables y consideradas. Pocos minutos después un actor hace como que se le caen al suelo 500 tarjetas perforadas de las que usan los ordenadores. Los participantes a los que se les atribuyeron estas cualidades recogieron una media de 163 tarjetas durante unos 30 segundos mientras que en el grupo control cada sujeto ayudó a recoger 84 tarjetas durante 21 segundos.
Vamos a pararnos a pensar cómo podemos aplicar estas estrategias para ayudar a otros a ser mejores personas. Podríamos estar más pendientes de elogiar a los niños por sus cualidades y virtudes, tanto profesores en clase, como padres y familiares en casa. Lo mismo con nuestras parejas, si queremos que sean más pacientes, podríamos hablar de cómo ya lo están siendo como forma de que de verdad ocurra. O con nuestros amigos, podríamos mordernos la lengua y alabar su ayuda con el propósito de que nos apoyen más.
Pero tengo que deciros que esta estrategia de atribución de virtudes presenta unos cuantos problemas y dudas. En primer lugar, necesitamos aún muchas más investigaciones para poder afirmar que esta estrategia funciona y saber cuales son los mecanismos que hace que funcione. Tampoco sabemos si el efecto se mantiene a largo plazo o sólo en un período corto de tiempo. Incluso aunque viéramos que los efectos se mantienen en el tiempo, esta estrategia no parece suficiente para aceptar que alguien se ha convertido en mejor persona. La motivación genuina por ser compasivos, honestos o generosos no parece tan auténtica si en gran medida se hace por estar a la altura de lo que los demás esperan de nosotros. Y también podríamos pensar que el que pone en práctica estas estrategias para hacer mejores personas a los demás, está empleando tal vez métodos que no son tan honestos. Cuando se está alabando de esta forma a otra persona, no se puede abusar del elogio o la otra persona sospechará que la estás adulando. Así que para que se lleve a cabo de forma efectiva hay que medir las palabras para que no se den cuenta de la estrategia. No suena demasiado bien visto así. Esforzarse por hacer que otros sean mejores personas, para conseguir por ejemplo que sean más honestos, a base de estrategias y engaños.
Si algunos habéis cambiado de opinión con estos últimos argumentos, tengo que deciros que aún hay motivos para pensar que atribuir virtudes a otros puede ser interesante. Pensemos en el uso del placebo en investigaciones. El experimentador ofrece un tratamiento médico que puede ayudar en un problema concreto, a pesar de que es sólo sacarina. A sabiendas de ello muestra además una actitud de autoridad y confianza que también es necesaria para que el efecto placebo ocurra. De alguna forma es parecido. El investigador engaña al paciente para generarle un beneficio que además no requiere el uso de ningún psicofármaco real. El uso de placebo no es ilegal ni es una práctica reprochada moralmente por las asociaciones profesionales de médicos. Así que en muchos sentidos, la atribución de virtudes es como un placebo, una estrategia para generar expectativas.
Para mí sigue siendo problemático emplear esta estrategia de forma indiscriminada e injustificada. Para otros, el fin siempre justifica los medios. En un contexto clínico, cuando encontramos todo tipo de sufrimiento, pensamientos distorsionados, o descripciones destructivas de la propia persona, atribuir cualidades y virtudes puede ser una herramienta muy potente. Lo entiendo más como una forma de rescatar y evocar cualidades de la propia persona que en el momento presente no recuerdan o no tienen la capacidad de emplear en sus vidas. Otra cosa es vender a todos por igual el mensaje ingenuo de que son maravillosos y seguro que salen adelante porque son las mejores personas del mundo, cayendo en el habitual error de malinterpretar la psicología positiva.
NOTAS
El libro de Christian B. Miller “The Character Gap” sólo en inglés por ahora. Aquí tenéis disponible también en inglés un capítulo del libro de Robert C. Roberts llamado “Emotions in the Moral Life”. Artículo sobre el experimento de Richard Miller con niños “ordenados”. Gert Cornelissen y su estudio sobre conciencia ecológica y consumo. Robert Kraut y su experimento sobre donaciones. William DeJong y sus trabajos.