La Inteligencia emocional
A pesar de que parece un tema ya anticuado, han pasado 25 años desde que Daniel Goleman presentó su obra superventas “Inteligencia emocional”, me apetecía igualmente hacer un repaso a lo que significó.
La inteligencia emocional se ha convertido en parte de la psicología popular, igual que hablamos sobre trauma, autoestima y pensamiento positivo. Paciera que en general todo el mundo tuviera una idea más o menos formada acerca de este concepto. Yo no creo que sea el caso.
La Inteligencia Emocional fue ya planteada a principios de siglo por autores como Spearman. Diversidad de psicólogos señalan que posiblemente el mayor éxito de Goleman no radique tanto en la novedad o solidez de su obra, como en el oportunismo al presentar un trabajo que sin duda ha repercutido enormemente en el estudio contemporáneo de la psicología de la inteligencia.
La Inteligencia Emocional, para algunos más difícil de definir y medir que el concepto de coeficiente intelectual, viene a ser una destreza que nos permite conocer y manejar nuestros propios sentimientos, interpretar o enfrentar los sentimientos de los demás, sentirse satisfechos y ser eficaces en la vida a la vez que crear hábitos mentales que favorezcan nuestra propia efectividad en las tareas que llevamos a cabo.
Otra forma de ver la Inteligencia Emocional es como una forma de interactuar con el mundo que tiene muy en cuenta los sentimientos, y engloba habilidades tales como el control de los impulsos, la autoconsciencia, la motivación, el entusiasmo, la perseverancia, la empatía, la agilidad mental, etc. Y todo esto configura rasgos de carácter como la autodisciplina, la compasión o el altruismo, que resultan indispensables para una buena y creativa adaptación social.
Aprovechar la inteligencia emocional no implica estar siempre contento o evitar todo tipo de sufrimiento, sino mantener el equilibrio: saber atravesar los malos momentos que nos depara la vida, reconocer y aceptar los propios sentimientos y salir airoso de esas situaciones sin dañarse ni dañar a los demás. La difusión de este "alfabetismo emocional", pocas veces valorado en su justa medida, haría del mundo (en palabras y deseos de su autor) un lugar más agradable, menos agresivo y más estimulante. No se trata de borrar las pasiones, sino de administrarlas con inteligencia. Como se puede observar, los propósitos emergentes del trabajo de Goleman están indudablemente “hinchados” y disfrutan de una ingente dosis de sobre valoración, si bien no toda la obra goza de este idealismo. Éstas son algunas de las ideas básicas que tanto interés han despertado:
El núcleo científico del concepto de Inteligencia Emocional posiblemente se encuentre en el llamado «mapa cerebral de la emoción». Este sistema emocional de reacción instantánea, casi reflejo, que parece imponerse a nuestra voluntad consciente, está bien guardado en las capas más profundas del cerebro. Su base de operaciones se encuentra en lo que los neurólogos conocen como sistema límbico, compuesto a su vez por la amígdala, que se podría definir como el centro del que surgen las pasiones, y el hipocampo, en donde surgen las emociones de placer, enfado, ira, miedo, y se guardan los "recuerdos emocionales" asociados con ellos.
Este núcleo primitivo está rodeado por el neocórtex, que es la base central del pensamiento, responsable del razonamiento, la reflexión, la capacidad de prever y de imaginar. Allí también se procesan las informaciones que llegan desde los órganos de los sentidos y se producen las percepciones conscientes. Simplificando un poco las cosas, se podría decir, por ejemplo, que el impulso sexual corresponde al sistema límbico y el amor al neocórtex.
Normalmente, el neocórtex puede prever las reacciones emocionales, elaborarlas, controlarlas y hasta reflexionar sobre ellas. Pero existen ciertos circuitos cerebrales que van directamente de los órganos de los sentidos a la amígdala, "esquivando" la supervisión racional. Cuando estos recorridos neuronales se encienden, se produce un estallido emocional: en otras palabras, actuamos sin pensar. Otras veces las emociones nos perturban, sabotean el funcionamiento del neocórtex y no nos permiten pensar correctamente.
Algunos pacientes neurológicos que carecen de conexión entre la amígdala y el neocórtex muestran una inteligencia normal y razonan como la gente “sana”. Sin embargo, su vida es una sucesión de elecciones desafortunadas que los lleva de un fracaso a otro. Para ellos los hechos son grises y neutros, no están teñidos por las emociones del pasado. En consecuencia carecen de la guía del aprendizaje emocional, componente indispensable para evaluar las circunstancias y tomar las decisiones apropiadas.
En la situación ideal, claro está, los dos sistemas de nuestro cerebro se complementan para hacernos la vida más fácil, llevarnos mejor con los demás y elegir las alternativas más apropiadas, ya sea siguiendo las corazonadas súbitas o los razonamientos más cuidadosos. La inteligencia emocional, entonces, es la capacidad de aprovechar las emociones de la mejor manera y combinarlas con el razonamiento para llegar a buen puerto.
Desde hace casi cien años el coeficiente intelectual (CI) es el más famoso y usado medidor de la inteligencia, a pesar de que no calibra todas las habilidades de nuestra mente. Según algunos autores, el CI sólo es responsable del veinte por ciento de la verdadera inteligencia, de la capacidad de desenvolverse con éxito y ser feliz. Según estadísticas realizadas en los Estados Unidos, un alto CI de un alumno universitario no es garantía de éxito profesional futuro ni de una vida satisfactoria, plena y equilibrada.
Goleman plantea que la Inteligencia Emocional, en cambio, facilita las cosas, y distingue dentro de ella cinco habilidades: la capacidad de reconocer los sentimientos propios, de administrarlos, la automotivación, el reconocimiento de las emociones de los demás y la empatía o capacidad para reaccionar correctamente ante los sentimientos de los otros.
Como ya se señalo al principio, la Psicología conoce desde siempre la influencia decisiva de las emociones en el desarrollo y en la eficacia del intelecto, pero el concepto concreto de Inteligencia Emocional, en contraposición al de Coeficiente Intelectual, fue vuelto a plantear hace unos años por el psicólogo Peter Salovey, de la Universidad de Yale. Y si bien no existen tests para medirla con exactitud, varias pruebas o cuestionarios que valoran este aspecto pueden ser muy útiles para predecir el desarrollo futuro de una persona.
Hace casi 50 años, Walter Mischel, psicólogo de la Universidad de Stanford realizó un experimento con niños de cuatro años, el conocido test de la golosina. Le mostraba a cada niño una golosina y le decía que podía comerla, pero que si esperaba a que volviera le traería dos; luego lo dejaba sólo con la golosina algunos minutos y su decisión. Algunos chicos no aguantaban y se comían la golosina; otros, elegían esperar para obtener una mayor recompensa. Catorce años después, hizo un seguimiento de esos mismos chicos: los que habían aguantado sin tomar el caramelo -y, por lo tanto, controlaban mejor sus emociones en función de un objetivo- eran más emprendedores y sociables. Los impulsivos, en cambio, tendían a desmoralizarse ante cualquier inconveniente y eran menos brillantes.
Según algunos autores, en el mundo empresarial, del deporte, incluso del arte se está cada día más convencido de que aquellas personas que más alto o más rápidamente ascienden o tienen éxito en sus carreras profesionales son aquellas que poseen un mayor coeficiente de Inteligencia Emocional.
Lo que hace a una persona más capaz que otra para gestionar mejor los golpes y problemas que se presentan en la vida e incluso convertirlos en oportunidades para crecer o cambiar, no me parece que sea ningún gen especial de flexibilidad emocional y psicológica, sino la habilidad de procesar y usar de forma productiva la emoción generada por ese problema para salir lo más airoso posible, y en definitiva para la propia superación personal.
- NOTAS -
En el repaso acerca de la inteligencia emocional, os dejo la web oficial de Daniel Goleman y parte de la obra de Spearman (¡de 1923!).