Voy a empezar por el principio, o bueno en realidad en el orden en el que he decidido que os voy a contar otra nueva historia entre estudios, investigadores y sus teorías.
En la Universidad de Hawai, el psicólogo Leon James desarrolló una escala que me pareció muy curiosa cuando empecé a documentarme sobre la impaciencia. El nombre es “Escala del síndrome del peatón agresivo”. La idea es evaluar nuestro nivel de enfado y agresividad cuando nos encontramos a alguien por la calle que nos entorpece el paso. Me imagino que todos os habréis visto en la típica situación de ir con prisas a algún sitio, tener que atravesar una multitud de gente en la calle y como consecuencia desesperaros, e incluso actuar de una forma poco educada, o lanzando unos cuantos “disculpa” un poco más subidos de tono. Pues bien, esto tiene que ver con lo que en psicología se llama “Enfado por lentitud”, que es un fenómeno que no se limita sólo a los momentos en los que caminamos rápido por la calle, sino a cualquier otro tipo de lentitud en nuestro entorno que nos genera rabia y frustración: internet que va muy lento, colas que no se mueven en el supermercado, tráfico muy despacio, etc.
La paciencia es una virtud que parece haber desaparecido en la era de twitter y de instagram. Lo que ahora nos desespera seguramente sería visto como supereficiente para nuestros bisabuelos. Sin irnos tan lejos, en 2006 nos parecía lenta una página web que tardaba más de 5 segundos en cargar, en 2009 ya eran 2 segundos, y en 2019 nos molesta que una web no cargue instantáneamente.
Vamos a acudir de nuevo a la psicología evolucionista para encontrar explicaciones sobre nuestra impaciencia actual. Tenemos una especie de reloj interno, diferente al reloj biológico y los ritmos circadianos que muchos conocéis. Este reloj interno se encarga de indicarnos cuándo hemos empleado demasiado tiempo esperando algo y es el momento de movernos o ir a otra cosa. Durante cientos de miles de años, esta señal de impaciencia indicaba al homosapiens que era momento de abandonar una presa a la que se perseguía sin éxito, o dejar de intentar pescar en una zona después de varias horas. Así que la impaciencia actúa como una alarma en nuestro reloj interno que nos indica que estamos siendo improductivos.
Marc Wittmann es un psicólogo alemán que ha dedicado años a estudiar cómo percibimos el paso del tiempo, y coincide en que la impaciencia es una herencia evolutiva que nos aseguraba en mayor medida la supervivencia al no malgastar más tiempo de la cuenta en alguna actividad que no nos produce ningún tipo de recompensa o refuerzo. Forma parte de nuestro impulso a actuar y no esperar eternamente. Por supuesto que si una página web tarda unos cuantos segundos más en cargar, nuestra supervivencia no está en juego, pero como más de una vez os he contado, nuestro comportamiento esta tan moldeado por la evolución que reaccionamos de la misma manera que si nos enfrentáramos a una situación de hambre, en donde la impaciencia sería clave para activarnos y hacer algo diferente para encontrar comida.
Entonces este reloj interno que nos indica cuándo persistir en algo y cuándo abandonar funciona con una especie de equilibrio que nos garantiza en mayor medida la supervivencia. Y la velocidad a la que vivimos hoy día ha hecho que se desajuste este reloj interno. Nuestra altas expectativas sobre todo lo que tiene que ocurrir en nuestras vidas, el nivel de realización, satisfacción, entretenimiento que esperamos hace que no encontremos casi nunca suficiente recompensa, o no lo suficientemente rápido. Cuando algo ocurre con más lentitud de la que esperamos, nos desesperamos, reaccionando con un enfado y frustración en muchas ocasiones desproporcionado al verdadero retraso que ha ocurrido. Wittmann es de los que afirma que todos estos cambios nos están convirtiendo en una sociedad más impulsiva y permanentemente insatisfecha.
James Moore es un neurocientífico de la Universidad de Londres que ha estudiado la relación entre el tiempo y las emociones. Plantea que cuando decidimos hacer algo tenemos unas expectativas sobre cuánto tiempo nos va a llevar realizarlo. Así que la frustración y el enfado vienen cuando no se cumple lo que esperábamos. Y en otro estudio que llevó a cabo el psicólogo Robert Levine y su equipo en los años 90 pretendían ofrecer más medidas acerca de cómo evoluciona nuestro ritmo de vida. Se centraron en cronometrar a personas elegidas al azar en la calle para ver el tiempo que empleaban en recorrer andando 20 metros. Y lo hicieron en más de 30 ciudades en todo el mundo. Por daros algunos datos, en lugares como Alemania y Japón la media fue de 12 segundos, en Grecia y Costa Rica de 13 segundos, y en Brasil y Siria de 16 segundos. Aparte de las diferencias entre ciudades que parece estar relacionado con factores culturales, es interesante señalar que 10 años después volvieron a tomar las mismas medidas y la velocidad había aumentado un 10% en prácticamente todos los lugares. No he encontrado nuevas revisiones pero me temo que ya estaremos cerca de las marcas del gepardo en libertad. Me detengo un poco más en Robert Levine, que por cierto falleció con 74 años el pasado mes de agosto, por un artículo que escribió en 2013 que me ha impresionado bastante. En realidad es un informe que envió a Naciones Unidas llamado “Uso del tiempo, felicidad e implicaciones en políticas sociales” en el que hace un repaso muy lúcido a los problemas que genera el estilo de vida al que parece que se encaminan todas las sociedades económicamente desarrolladas. Son sólo 12 páginas en inglés, fáciles de leer y que os darán mucho que pensar. Tenéis por supuesto el enlace al artículo en las notas.
Avanzo un poco para daros más argumentos sobre por qué nuestro ritmo de vida acelerado está perjudicando nuestra capacidad para ser personas pacientes. Esta frustración y enfado, lo que yo llamaría la antipaciencia, tiene además el efecto de sabotear nuestro reloj interno, además de distorsionar nuestra percepción temporal. Todos hemos experimentado y sabemos lo relativo que puede ser la percepción del tiempo. Nuestra experiencia es tan subjetiva que hay situaciones que parecen alargarse eternamente en el tiempo y otros momentos que pasan en un suspiro. Las emociones intensas son las que más afectan a esta percepción. Si sentimos ansiedad y miedo por ejemplo a hablar en público y es nuestro turno, los segundos se alargan y estiran como si fueran minutos. En situaciones intensas en las que nuestra vida peligra, como en un accidente de tráfico, solemos experimentar el momento a cámara lenta. Y no es que nuestro cerebro sea el que se acelere en esas situaciones. La percepción temporal se distorsiona por lo intensas que son estas experiencias. Cada vez que nos enfrentamos a una amenaza todo parece nuevo y vívido, los sentidos se agudizan, la atención se focaliza, y almacenamos gran cantidad de recuerdos significativos, en parte por lo relevantes que pueden ser en términos de supervivencia. En definitiva, nuestro cerebro nos engaña haciéndonos pensar que ha pasado más tiempo del que realmente ha pasado.
Hay una zona del cerebro llamada corteza insular que está muy conectada con el sistema límbico, nuestro centro emocional. En esta región del cerebro se mide el paso del tiempo al integrar muchas señales motoras y sensoriales que provienen del cuerpo: palpitaciones, acaloramiento, sudor, dolor, etc. Si el cerebro recibe tal cantidad de señales en pocos segundos, nos hará creer que ha pasado más tiempo por lo significativa que ha sido la experiencia, o por lo incómodo que nos resulta ser tan conscientes de todas estas señales.
Parece que me he ido un poco del tema, pero no es así. Recordad, la impaciencia nos invade cuando sentimos que estamos perdiendo el tiempo o dejando pasar más de la cuenta en algo improductivo. Y que no tenemos un reloj digital en nuestra cabeza sino que el cerebro recibe miles de señales cada segundo con las que calcula cuánto tiempo ha pasado. Una de las señales más significativas esta siendo alterada por el ritmo frenético que llevamos en nuestras vidas. James Moore y su equipo han mostrado que el tiempo parece avanzar más rápidamente cuando hacemos algo que tiene una consecuencia directa en nuestro entorno, a esto le han llamado la “vinculación temporal”. Lo contrario también ocurre, si sentimos que no tenemos control sobre los eventos, es como si el tiempo pasara más despacio, algo que desespera y exaspera a muchos. Tenemos tal cantidad de opciones para interactuar y controlar nuestro entorno actualmente, pensadlo: de manera inmediata podemos contactar con personas por mensaje, llamadas o videollamadas; nos desplazamos de una forma hipereficiente en comparación con nuestros ancestros, coches, motos, trenes, aviones, y ahora tendríamos que añadir también patinetes; obtenemos en segundos o minutos comida de nuestra elección en bares, restaurantes o máquinas de vending; podemos comprar ropa y todo tipo de tecnología al instante o hacer un pedido por internet que a veces tarda un día o incluso menos.
¿Hay alguna forma de volver a resetear nuestro reloj interno? Pues hay algunas cosas que podemos hacer sin necesidad de hacernos ermitaños e irnos a vivir a las montañas para alejarnos de la civilización. Pero primero os menciono uno de los enfoques que ha demostrado fracasar en esto de convertirnos en seres más pacientes, y controlar la inmediatez de nuestras vidas, y todos estos impulsos que nos llevan a querer y tener ya en el momento lo que deseamos. Es la fuerza de voluntad. Podemos usarla para contener nuestras emociones y nuestros deseos de inmediatez, pero el resultado suele ser un efecto rebote. Esto nos genera más estrés que otra cosa. Emplear la fuerza de voluntad en una cosa hace que seamos más susceptibles de caer en la siguiente, así que es una batalla perdida. O al menos no puede ser la única arma que tenemos.
Cada vez hay más estudios que muestran cómo la meditación y el mindfulness (que es básicamente la práctica de llevar la atención al presente) ayuda y mucho con la impaciencia. Todavía no tenemos muy claro por qué. Podría ser porque los que practican ejercicios de meditación son más capaces de lidiar con la impaciencia por pura práctica, en cada ejercicio de meditación se enfrentan a ella. La filosofía que sustenta el mindfulness o atención plena, es la de aceptar el momento presente y todas nuestras emociones y pensamientos, tal y como son, sin intentar cambiarlas.
Y también es necesario decir, y por mi práctica clínica lo puedo confirmar, que a las personas más impacientes les cuesta especialmente la práctica de la meditación de forma regular. Hay algunas ideas más que pueden ayudar a estas personas. La estrategia sería combatir emociones con emociones. David DeSteno es profesor de psicología en Boston y uno de los que propone que la gratitud puede ser uno de los mejores atajos mentales para conseguir ser más pacientes. Ha comprobado en diferentes estudios como un simple ejercicio escrito de gratitud hacia algo en sus vidas, les ayudaba a aplazar recompensas más inmediatas por otras mejores que requerían esperar algún tiempo. La gratitud es una emoción potente contraria al enfado y frustración generado por la impaciencia. Si lo pensáis, es un ejercicio mental en el que valoramos muchas cosas en perspectiva, especialmente aquellas que vivimos como un regalo, el cariño de una persona, la ayuda de los compañeros, o todas esas situaciones que nos permiten disfrutar de la vida. En un mayor estado de gratitud es más fácil desactivar nuestra ira y urgencia por cosas insignificantes a las que erróneamente concedemos más importancia de la que tienen o se merecen.
NOTAS:
La escala de Leon James. Marc Wittmann y su libro de 2016 sobre la percepción del tiempo. James Moore y uno de sus artículos sobre tiempo y emoción. Robert Levine en un excepcional trabajo sobre nuestro ritmo de vida acelerado, y el estudio mencionado sobre peatones andando en la calle. Aquí un metanálisis sobre meditación y otro. David DeSteno y uno de sus trabajos sobre la gratitud.