Impaciencia

Voy a empezar por el principio, o bueno en realidad en el orden en el que he decidido que os voy a contar otra nueva historia entre estudios, investigadores y sus teorías.

En la Universidad de Hawai, el psicólogo Leon James desarrolló una escala que me pareció muy curiosa cuando empecé a documentarme sobre la impaciencia. El nombre es “Escala del síndrome del peatón agresivo”. La idea es evaluar nuestro nivel de enfado y agresividad cuando nos encontramos a alguien por la calle que nos entorpece el paso. Me imagino que todos os habréis visto en la típica situación de ir con prisas a algún sitio, tener que atravesar una multitud de gente en la calle y como consecuencia desesperaros, e incluso actuar de una forma poco educada, o lanzando unos cuantos “disculpa” un poco más subidos de tono. Pues bien, esto tiene que ver con lo que en psicología se llama “Enfado por lentitud”, que es un fenómeno que no se limita sólo a los momentos en los que caminamos rápido por la calle, sino a cualquier otro tipo de lentitud en nuestro entorno que nos genera rabia y frustración: internet que va muy lento, colas que no se mueven en el supermercado, tráfico muy despacio, etc.

La paciencia es una virtud que parece haber desaparecido en la era de twitter y de instagram. Lo que ahora nos desespera seguramente sería visto como supereficiente para nuestros bisabuelos. Sin irnos tan lejos, en 2006 nos parecía lenta una página web que tardaba más de 5 segundos en cargar, en 2009 ya eran 2 segundos, y en 2019 nos molesta que una web no cargue instantáneamente.

Vamos a acudir de nuevo a la psicología evolucionista para encontrar explicaciones sobre nuestra impaciencia actual. Tenemos una especie de reloj interno, diferente al reloj biológico y los ritmos circadianos que muchos conocéis. Este reloj interno se encarga de indicarnos cuándo hemos empleado demasiado tiempo esperando algo y es el momento de movernos o ir a otra cosa. Durante cientos de miles de años, esta señal de impaciencia indicaba al homosapiens que era momento de abandonar una presa a la que se perseguía sin éxito, o dejar de intentar pescar en una zona después de varias horas. Así que la impaciencia actúa como una alarma en nuestro reloj interno que nos indica que estamos siendo improductivos.

Marc Wittmann es un psicólogo alemán que ha dedicado años a estudiar cómo percibimos el paso del tiempo, y coincide en que la impaciencia es una herencia evolutiva que nos aseguraba en mayor medida la supervivencia al no malgastar más tiempo de la cuenta en alguna actividad que no nos produce ningún tipo de recompensa o refuerzo. Forma parte de nuestro impulso a actuar y no esperar eternamente. Por supuesto que si una página web tarda unos cuantos segundos más en cargar, nuestra supervivencia no está en juego, pero como más de una vez os he contado, nuestro comportamiento esta tan moldeado por la evolución que reaccionamos de la misma manera que si nos enfrentáramos a una situación de hambre, en donde la impaciencia sería clave para activarnos y hacer algo diferente para encontrar comida.

Entonces este reloj interno que nos indica cuándo persistir en algo y cuándo abandonar funciona con una especie de equilibrio que nos garantiza en mayor medida la supervivencia. Y la velocidad a la que vivimos hoy día ha hecho que se desajuste este reloj interno. Nuestra altas expectativas sobre todo lo que tiene que ocurrir en nuestras vidas, el nivel de realización, satisfacción, entretenimiento que esperamos hace que no encontremos casi nunca suficiente recompensa, o no lo suficientemente rápido. Cuando algo ocurre con más lentitud de la que esperamos, nos desesperamos, reaccionando con un enfado y frustración en muchas ocasiones desproporcionado al verdadero retraso que ha ocurrido. Wittmann es de los que afirma que todos estos cambios nos están convirtiendo en una sociedad más impulsiva y permanentemente insatisfecha.

James Moore es un neurocientífico de la Universidad de Londres que ha estudiado la relación entre el tiempo y las emociones. Plantea que cuando decidimos hacer algo tenemos unas expectativas sobre cuánto tiempo nos va a llevar realizarlo. Así que la frustración y el enfado vienen cuando no se cumple lo que esperábamos. Y en otro estudio que llevó a cabo el psicólogo Robert Levine y su equipo en los años 90 pretendían ofrecer más medidas acerca de cómo evoluciona nuestro ritmo de vida. Se centraron en cronometrar a personas elegidas al azar en la calle para ver el tiempo que empleaban en recorrer andando 20 metros. Y lo hicieron en más de 30 ciudades en todo el mundo. Por daros algunos datos, en lugares como Alemania y Japón la media fue de 12 segundos, en Grecia y Costa Rica de 13 segundos, y en Brasil y Siria de 16 segundos. Aparte de las diferencias entre ciudades que parece estar relacionado con factores culturales, es interesante señalar que 10 años después volvieron a tomar las mismas medidas y la velocidad había aumentado un 10% en prácticamente todos los lugares. No he encontrado nuevas revisiones pero me temo que ya estaremos cerca de las marcas del gepardo en libertad. Me detengo un poco más en Robert Levine, que por cierto falleció con 74 años el pasado mes de agosto, por un artículo que escribió en 2013 que me ha impresionado bastante. En realidad es un informe que envió a Naciones Unidas llamado “Uso del tiempo, felicidad e implicaciones en políticas sociales” en el que hace un repaso muy lúcido a los problemas que genera el estilo de vida al que parece que se encaminan todas las sociedades económicamente desarrolladas. Son sólo 12 páginas en inglés, fáciles de leer y que os darán mucho que pensar. Tenéis por supuesto el enlace al artículo en las notas.

Avanzo un poco para daros más argumentos sobre por qué nuestro ritmo de vida acelerado está perjudicando nuestra capacidad para ser personas pacientes. Esta frustración y enfado, lo que yo llamaría la antipaciencia, tiene además el efecto de sabotear nuestro reloj interno, además de distorsionar nuestra percepción temporal. Todos hemos experimentado y sabemos lo relativo que puede ser la percepción del tiempo. Nuestra experiencia es tan subjetiva que hay situaciones que parecen alargarse eternamente en el tiempo y otros momentos que pasan en un suspiro. Las emociones intensas son las que más afectan a esta percepción. Si sentimos ansiedad y miedo por ejemplo a hablar en público y es nuestro turno, los segundos se alargan y estiran como si fueran minutos. En situaciones intensas en las que nuestra vida peligra, como en un accidente de tráfico, solemos experimentar el momento a cámara lenta. Y no es que nuestro cerebro sea el que se acelere en esas situaciones. La percepción temporal se distorsiona por lo intensas que son estas experiencias. Cada vez que nos enfrentamos a una amenaza todo parece nuevo y vívido, los sentidos se agudizan, la atención se focaliza, y almacenamos gran cantidad de recuerdos significativos, en parte por lo relevantes que pueden ser en términos de supervivencia. En definitiva, nuestro cerebro nos engaña haciéndonos pensar que ha pasado más tiempo del que realmente ha pasado. 

Hay una zona del cerebro llamada corteza insular que está muy conectada con el sistema límbico, nuestro centro emocional. En esta región del cerebro se mide el paso del tiempo al integrar muchas señales motoras y sensoriales que provienen del cuerpo: palpitaciones, acaloramiento, sudor, dolor, etc. Si el cerebro recibe tal cantidad de señales en pocos segundos, nos hará creer que ha pasado más tiempo por lo significativa que ha sido la experiencia, o por lo incómodo que nos resulta ser tan conscientes de todas estas señales.

Parece que me he ido un poco del tema, pero no es así. Recordad, la impaciencia nos invade cuando sentimos que estamos perdiendo el tiempo o dejando pasar más de la cuenta en algo improductivo. Y que no tenemos un reloj digital en nuestra cabeza sino que el cerebro recibe miles de señales cada segundo con las que calcula cuánto tiempo ha pasado. Una de las señales más significativas esta siendo alterada por el ritmo frenético que llevamos en nuestras vidas. James Moore y su equipo han mostrado que el tiempo parece avanzar más rápidamente cuando hacemos algo que tiene una consecuencia directa en nuestro entorno, a esto le han llamado la “vinculación temporal”. Lo contrario también ocurre, si sentimos que no tenemos control sobre los eventos, es como si el tiempo pasara más despacio, algo que desespera y exaspera a muchos. Tenemos tal cantidad de opciones para interactuar y controlar nuestro entorno actualmente, pensadlo: de manera inmediata podemos contactar con personas por mensaje, llamadas o videollamadas; nos desplazamos de una forma hipereficiente en comparación con nuestros ancestros, coches, motos, trenes, aviones, y ahora tendríamos que añadir también patinetes; obtenemos en segundos o minutos comida de nuestra elección en bares, restaurantes o máquinas de vending; podemos comprar ropa y todo tipo de tecnología al instante o hacer un pedido por internet que a veces tarda un día o incluso menos.

¿Hay alguna forma de volver a resetear nuestro reloj interno? Pues hay algunas cosas que podemos hacer sin necesidad de hacernos ermitaños e irnos a vivir a las montañas para alejarnos de la civilización. Pero primero os menciono uno de los enfoques que ha demostrado fracasar en esto de convertirnos en seres más pacientes, y controlar la inmediatez de nuestras vidas, y todos estos impulsos que nos llevan a querer y tener ya en el momento lo que deseamos. Es la fuerza de voluntad. Podemos usarla para contener nuestras emociones y nuestros deseos de inmediatez, pero el resultado suele ser un efecto rebote. Esto nos genera más estrés que otra cosa. Emplear la fuerza de voluntad en una cosa hace que seamos más susceptibles de caer en la siguiente, así que es una batalla perdida. O al menos no puede ser la única arma que tenemos. 

Cada vez hay más estudios que muestran cómo la meditación y el mindfulness (que es básicamente la práctica de llevar la atención al presente) ayuda y mucho con la impaciencia. Todavía no tenemos muy claro por qué. Podría ser porque los que practican ejercicios de meditación son más capaces de lidiar con la impaciencia por pura práctica, en cada ejercicio de meditación se enfrentan a ella. La filosofía que sustenta el mindfulness o atención plena, es la de aceptar el momento presente y todas nuestras emociones y pensamientos, tal y como son, sin intentar cambiarlas.

Y también es necesario decir, y por mi práctica clínica lo puedo confirmar, que a las personas más impacientes les cuesta especialmente la práctica de la meditación de forma regular. Hay algunas ideas más que pueden ayudar a estas personas. La estrategia sería combatir emociones con emociones. David DeSteno es profesor de psicología en Boston y uno de los que propone que la gratitud puede ser uno de los mejores atajos mentales para conseguir ser más pacientes. Ha comprobado en diferentes estudios como un simple ejercicio escrito de gratitud hacia algo en sus vidas, les ayudaba a aplazar recompensas más inmediatas por otras mejores que requerían esperar algún tiempo. La gratitud es una emoción potente contraria al enfado y frustración generado por la impaciencia. Si lo pensáis, es un ejercicio mental en el que valoramos muchas cosas en perspectiva, especialmente aquellas que vivimos como un regalo, el cariño de una persona, la ayuda de los compañeros, o todas esas situaciones que nos permiten disfrutar de la vida. En un mayor estado de gratitud es más fácil desactivar nuestra ira y urgencia por cosas insignificantes a las que erróneamente concedemos más importancia de la que tienen o se merecen.

NOTAS: 

La escala de Leon James. Marc Wittmann y su libro de 2016 sobre la percepción del tiempo. James Moore y uno de sus artículos sobre tiempo y emoción. Robert Levine en un excepcional trabajo sobre nuestro ritmo de vida acelerado, y el estudio mencionado sobre peatones andando en la calle. Aquí un metanálisis sobre meditación y otro. David DeSteno y uno de sus trabajos sobre la gratitud.

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Pensamiento mágico

Año 2019, a pesar de todos los problemas que siguen existiendo en nuestra civilización, podemos estar de acuerdo en que ya no vivimos tan rodeados de misticismo, ni hablamos del Dios Sol ni de las fuerzas de la naturaleza como algo divino. En gran medida estamos orgullosos de pensar en términos de causa y efecto, de ser analíticos, y formar todo tipo de teorías digamos al menos “serias” sobre el mundo que nos rodea. El método científico comenzó con el movimiento europeo de la Ilustración, en el siglo XVIII, conocido como el Siglo de las Luces. Por aquel entonces, estos nuevos pensadores ilustrados sostenían que el conocimiento humano podía combatir la ignorancia y la superstición, entre otras cosas con el fin de construir un mundo mejor. 

Cuando construimos algún tipo de causa y efecto sobre algo que ocurre a nuestro alrededor, estamos intentando explicar por qué sucede algo de una forma más racional, y así podemos predecir en un futuro situaciones parecidas. Y la ciencia se encarga efectivamente de comprobar mediante experimentos que nuestras observaciones racionales son correctas. A pesar de este proceso mental tan adaptativo, hay momentos en los que todos podemos ser supersticiosos. A veces tenemos creencias infundadas y algo mágicas que guían nuestra forma de actuar, hay personas que a diario repiten rituales con la convicción de que les puede ayudar a evitar algún mal. Y bueno, gatos negros, escaleras, tocar madera, santiguarse. etc. Ya sabéis. Hay personas que lo justifican sólo como manías o costumbres pero en realidad está operando un fenómeno que también han estudiado los científicos. 

Para explicaros lo que ya sabemos acerca de las supersticiones, hoy hablaré también de antropólogos, expertos en estudiar la cultura del homosapiens. Y empiezo con Bronislaw Malinowski que es un antropólogo polaco de nacimiento aunque pasó gran parte de su vida en Inglaterra, de hecho es reconocido como el fundador de la antropología social británica a principios de siglo XX. Y algunos ya sabéis cómo son los antropólogos: Este es de los que se fue durante varios años a estudiar poblaciones indígenas. En su caso, fue el gobierno australiano quien le dio fondos para estudiar la cultura de los habitantes de unas islas al norte de Papúa Nueva Guinea. En el libro que publicó a su vuelta a Inglaterra cuenta la historia de uno de los estudios que realizó sobre los pescadores de aquellas islas.

Parece que algunas veces pescaban en lagos interiores que había en la propia isla, y allí la pesca era algo muy predecible, casi siempre podían coger peces muy parecidos en cuanto a tamaño y especies. Pero ocurre que también empezaron a pescar en mar abierto, en el océano que les rodeaba. Y bueno allí los peces eran mucho más grandes pero bastante más difíciles de pescar.

Con el tiempo cada vez pescaban más en el mar y menos en el lago, atraídos por la idea de pescar peces más grandes y variados, a pesar de la mayor dificultad de la tarea en comparación con la cómoda pesca en los lagos. Así es como Malinowski observó que los indigenas fueron desarrollando poco a poco todo tipo de supersticiones, sobre todo rituales que llevaban a cabo durante la pesca, pero también cánticos para atraer a los peces e incluso lo que consideraban hechizos mágicos. Así que las circunstancias, sobre todo el resultado incierto de la pesca, fueron las que determinaron que desarrollaran todo este conjunto de pensamientos mágicos alrededor de la pesca. 

Podríamos pensar que esto de las supersticiones es un tipo de mecanismo adaptativo que sólo ocurre en humanos. Pero no es así, esta tendencia a emplear los rituales como forma de manejar situaciones inciertas también parece que se da en animales. Coincide que justo casi a la vez que Malinowski publicaba sus resultados, Skinner, el conocido psicólogo conductista americano, ofreció resultados parecidos experimentando con palomas. Y lo que hizo en su experimento fue, bueno primero enseñar a las palomas a pulsar una pequeña palanca y que apareciera comida después de pulsarla, pero en la condición experimental lo que ocurrió fue que la comida aparecía de forma aleatoria, en intervalos ya establecidos, y esto podía coincidir o no con que la paloma pulsara la palanca. Por lo tanto, era algo que se escapaba del control de las palomas, no había ningún tipo de patrón detectable por ellas que pudiera predecir la aparición de la comida. Durante esta condición experimental fue cuando Skinner observó que las palomas empezaban a mostrar conductas extrañas antes de pulsar la palanca, movían la cabeza hacía un lado, emitían un silbido, o daban una vuelta alrededor de la caja. 

Así que las palomas, frente a circunstancias impredecibles desarrollaron conductas supersticiosas. Pulsar la palanca no era suficiente y por eso construyeron una pauta o relación entre la aparición de la comida y lo que creían que había ocurrido justo antes. ¿Os suena esto? ¿Cuánta gente lleva algún tipo de amuleto porque lo tenían el día que les ocurrió algo agradable y le atribuyen por tanto algún tipo de relación causal con lo ocurrido?

Sin embargo ya sabemos que estas construcciones causales y superticiosas que hacemos no son ni mucho menos efectivas ni predicen que algo vuelva a ocurrir. Ni los rituales de los pescadores, ni los movimientos de las palomas, ni los amuletos que llevemos con nosotros. A pesar de ello, estas conductas y creencias se mantienen. Buscamos patrones desesperadamente en el mundo que nos rodea, no poder predecir en absoluto que viene a continuación nos genera un alto nivel de ansiedad e incertidumbre. Así que igualmente creamos relaciones entre cosas que podemos hacer y que dependen de nosotros, y  algún evento externo con poca probabilidad de que ocurra. 

Ahora además sabemos un poco más acerca de lo que ocurre en el cerebro cuando mantenemos estas creencias mágicas y supersticiosas. Hay un neurotransmisor llamado dopamina que parece estar implicado en la esta detección de patrones para la que el cerebro está tan orientado. Y la idea más básica es que cuanta más dopamina tenemos en el cerebro más patrones vemos en nuestro entorno. Digamos que la dopamina ayuda a que carguemos de significado las cosas que percibimos: Si hay poca en el cerebro no veremos ningún patrón; si hay mucha, los veremos donde no los hay.

El neurocientífico suizo Peter Brugger llevó a cabo un famoso experimento para comprobar hasta qué punto los niveles de dopamina de verdad determinan la forma en la que vemos el mundo. Mostró a los participantes imágenes de caras que se veían con mayor o menor claridad, algunas eran fácilmente reconocibles y otras estaban tan degradadas que era casi imposible distinguir ningún rasgo facial. Entre los participantes en el experimento había personas con creencias religiosas y también en lo paranormal. Otras habían reconocido su escepticismo. Pues durante el experimento los escépticos apenas reconocieron caras entre las imágenes que les mostraron, mientras que los creyentes vieron muchas. En otra prueba posterior con los mismos participantes, la mitad de los escépticos recibieron sin saberlo una dosis de un medicamento llamado L-dopa (que es el precursor metabólico de la dopamina, y también por cierto es el medicamento aislado más eficaz en el tratamiento de la enfermedad de Parkinson). Con el subidón de dopamina que les provocó el medicamento, vieron muchas más imágenes que los participantes más escépticos que no recibieron medicación. Según el grupo de investigación de Bruger, esto es una prueba de que al elevar los niveles de dopamina aumenta la detección de patrones en nuestro entorno.

Y parece que lo mismo ocurre en el sentido opuesto. Si nos enfrentamos a una situación muy impredecible, en la que no tenemos referentes ni podemos anticipar lo que va a ocurrir, nuestro cerebro eleva los niveles de dopamina para poder detectar patrones que nos permitan elaborar teorías causa-efecto y así poder controlar el entorno. Y en estas situaciones es donde especialmente surgen las supersticiones. Así que ante un estado de confusión mental e incertidumbre, desarrollamos el pensamiento mágico como mecanismo de adaptación. La superstición se mantiene por la creencia de que podemos influir en el resultado de las cosas, y a veces parece que necesitamos sentir una gran sensación de control. 

Y bueno, las supersticiones también tienen por supuesto un fuerte componente cultural. Hay lugares en los que el pensamiento mágico está tan afianzado que ha pasado a formar parte de manera generalizada del sistema de creencias de sus habitantes. En este caso, ya no se trataría de generar supersticiones como forma de lidiar con una situación en la que no controlamos el resultado, sino más bien como un filtro con el que explicamos gran parte de nuestras vivencias. En este punto es dónde más problemas veo, sobre todo por todas las pseudociencias que se aprovechan de este mecanismo adaptativo. La astrología, los horóscopos, la adivinación, el tarot, la cartomancia, el reiki; todas generan un cuerpo de conocimiento, recopilan gran cantidad de creencias supersticiosas y lo ofrecen de nuevo como un producto o servicio con el que ganar dinero. En muchas ocasiones, las personas más proclives a ser engañadas son las que sienten que su futuro  es incierto y quieren controlar el resultado de los acontecimientos, como explicaba antes. Estos son en definitiva algunos de los peligros que presenta el pensamiento mágico. Pero yo sugiero que nos quedemos con el valor adaptativo que en ocasiones puede tener. 

NOTAS: 

El antropólogo Bronislaw Malinowski fue el fundador de la antropología social británica. Skinner y las supersticiones en las palomas. Peter Brugger y su experimento con la dopamina.

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Atribución de virtudes

No existe ninguna persona perfecta. Seguramente la mayoría de la gente tiene algunas virtudes y gran cantidad de defectos. Y no es porque no lo intentemos o no queramos mejorar, sencillamente no tenemos la capacidad para ser tan honestos, sabios, o valientes como nos gustaría ser. Eso tampoco significa que la mayoría de las personas sean deshonestas, cobardes, o viciosas. Podríamos estar de acuerdo en que nuestras personalidades se conforman por una mezcla de virtudes y defectos. Y creo que de hecho esta es la interpretación más simple de lo que la psicología nos dice sobre el ser humano. Pues sorpresa, ya sabéis, hay psicólogos que se han dedicado a investigar y averiguar cómo podemos llegar a ser mejores personas, cómo podemos ser más generosos, colaboradores y compasivos.

La pregunta que han intentado responder es cómo conseguir que nos acerquemos lo máximo posible a esa persona que queremos ser, a ese ideal con el que nos identificamos e incluso a veces nos engañamos pensado que ya hemos llegado. 

Hoy os voy a hablar sobre una de las estrategias más conocidas que se emplean para hacernos mejores personas. Los autores lo suelen llamar el virtue labeling, que se podría traducir como etiquetaje de virtudes, aunque a mí me parece más adecuado llamarlo atribución de virtudes. Lo vais a entender rápidamente por su aparente simpleza. Cuando nombramos cualidades de una persona, cuando elogiamos su buen hacer, su generosidad y comprensión, estamos aumentando las probabilidades de que esa persona actúe de esa forma, que mantenga esa imagen que los demás tienen de ella. Nuestra autoimagen, la visión que tenemos de nosotros mismos, la forma en que nos describimos, tiene mucho que ver con los mensajes que recibimos de los demás desde que somos niños. E intentamos estar a la altura de esas expectativas. De hecho, solemos perpetuar los roles en los que nos encasillan. Así que al elogiar o ensalzar una virtud de otra persona, por ejemplo la generosidad, incluso aunque realmente no la tenga, podemos provocar que la persona actué como si lo fuera, acorde con la imagen que cree que los demás perciben.

Gracias a algunos experimentos, sabemos que al menos en ciertos contextos esta estrategia funciona muy bien. Empiezo con un par de estudios que se realizaron con niños de 10-11 años. El experimento más famoso se realizó en 1975 en la Universidad de Nebraska y lo llevó a cabo Richard Miller y su equipo. Formaron tres grupos experimentales con una selección al azar de niños en un contexto escolar: A uno de los grupos le dijeron que eran muy ordenados y limpios en clase; a otro que debían ser más ordenados y limpios; y por último un grupo control al que no dieron ningún mensaje específico. En un seguimiento posterior en el que registraron el comportamiento de cada grupo vieron que el grupo al que etiquetaron como “ordenado” fue efectivamente el más ordenado; el grupo control y el que recibió la instrucción de ser más ordenado no mostraron diferencias significativas. Fijaros que sencillo, decirles que ya eran ordenados fue más eficaz que pedirles que se esforzaran por serlo. 

El otro experimento de la Universidad de Minnesota dirigido por Shirley Moore en los años 70 planteó etiquetar a uno de los grupos experimentales como niños “cooperativos” mientras que al otro se les calificó como “competitivos”. Horas más tarde en el mismo día se les puso a jugar con un típico juego de construcción con bloques para hacer torres. A pesar de que muchos de los niños decían no recordar lo que les dijeron previamente, el grupo de niños etiquetados de cooperativos colocaron el doble de bloques que el otro.

En 2007, el economista Gert Cornelissen realizó un estudio en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, en el que planteaba varias condiciones experimentales con participantes, esta vez en el rol de consumidores. Algunos de ellos vieron videos en los que se les calificaba de estar preocupados por el medioambiente y estar concienciados ecológicamente. Y de nuevo comprobaron que en las compras que realizaron posteriormente se mostraron más comprometidos con el medioambiente que los participantes del grupo al que pidieron que fueran más responsables y que el grupo control.

Pensando en las conclusiones a las que nos llevan estos estudios, parece que atribuir estas virtudes a las personas aunque ellas no lo recuerden tiene un efecto sobre su conducta. Cuando somos calificados de esta forma, otros esperan que actuemos de acuerdo con esa descripción, y si son etiquetas que consideramos positivas, nos vemos empujados a estar a la altura y no decepcionarles.

Pero estas conclusiones son todavía precipitadas con el apoyo empírico de los experimentos que os describo. Hay más estudios que intentan ofrecernos más datos. Se pretende responder a la pregunta de si lo que ocurre es sólo que intentamos estar a la altura de la imagen que se tiene de nosotros, o si además al atribuirnos virtudes hay un cambio más profundo en nuestra forma de vernos a nosotros mismos, de pensar y de actuar.

Os cuento un par de investigaciones que evaluaron el efecto de la atribución de virtudes en la conducta moral de los participantes. Robert Kraut es un psicólogo social que aunque ahora está totalmente metido en investigar cómo interactuamos a través de internet, ya realizó un estudio curioso sobre moralidad. Pidió a sus ayudantes que durante un día fueran puerta a puerta pidiendo donativos para una asociación de enfermos del corazón. De aquellos que realizaron una donación, la mitad fueron calificados como generosos. Vamos que les dieron en el momento mensajes del tipo “Eres una persona generosa. Me gustaría que mucha más gente de la que me encuentro fuera tan caritativa como tú”. La otra mitad que donó no recibió ninguna atribución de virtudes. Y de los que no donaron, a la mitad les dijeron que no eran caritativos y a la otra mitad no les dieron ningún mensaje.

Y lo que hicieron fue volver a la semana siguiente a pegar en las mismas puertas y esta vez pedirles un donativo para una campaña de recogida de fondos para la esclerosis múltiple. 

Os explico los resultados de forma simple: Si el máximo donativo fuera 1€, el grupo que lo hizo inicialmente y que calificaron como generosos donaron de media 0,70€, el que hizo un donativo pero no recibió ningún mensaje positivo, 0,40€. Y luego de los dos grupos que no donaron nada previamente, a los que no les criticaron por ello dieron de media 0,33€. Y por último, los que no donaron y además recibieron la crítica por no ser generosos, en esta segunda campaña donaron de media sólo 0,23€. De nuevo, la mayor diferencia se podría explicar por la variable “atribución de virtudes”.

Otro ejemplo es el sencillo experimento de William DeJong en Boston. A algunos de los participantes en el experimento los calificaron como personas amables y consideradas. Pocos minutos después un actor hace como que se le caen al suelo 500 tarjetas perforadas de las que usan los ordenadores. Los participantes a los que se les atribuyeron estas cualidades recogieron una media de 163 tarjetas durante unos 30 segundos mientras que en el grupo control cada sujeto ayudó a recoger 84 tarjetas durante 21 segundos.

Vamos a pararnos a pensar cómo podemos aplicar estas estrategias para ayudar a otros a ser mejores personas. Podríamos estar más pendientes de elogiar a los niños por sus cualidades y virtudes, tanto profesores en clase, como padres y familiares en casa. Lo mismo con nuestras parejas, si queremos que sean más pacientes, podríamos hablar de cómo ya lo están siendo como forma de que de verdad ocurra. O con nuestros amigos, podríamos mordernos la lengua y alabar su ayuda con el propósito de que nos apoyen más.

Pero tengo que deciros que esta estrategia de atribución de virtudes presenta unos cuantos problemas y dudas. En primer lugar, necesitamos aún muchas más investigaciones para poder afirmar que esta estrategia funciona y saber cuales son los mecanismos que hace que funcione. Tampoco sabemos si el efecto se mantiene a largo plazo o sólo en un período corto de tiempo. Incluso aunque viéramos que los efectos se mantienen en el tiempo, esta estrategia no parece suficiente para aceptar que alguien se ha convertido en mejor persona. La motivación genuina por ser compasivos, honestos o generosos no parece tan auténtica si en gran medida se hace por estar a la altura de lo que los demás esperan de nosotros. Y también podríamos pensar que el que pone en práctica estas estrategias para hacer mejores personas a los demás, está empleando tal vez métodos que no son tan honestos. Cuando se está alabando de esta forma a otra persona, no se puede abusar del elogio o la otra persona sospechará que la estás adulando. Así que para que se lleve a cabo de forma efectiva hay que medir las palabras para que no se den cuenta de la estrategia. No suena demasiado bien visto así. Esforzarse por hacer que otros sean mejores personas, para conseguir por ejemplo que sean más honestos, a base de estrategias y engaños.

Si algunos habéis cambiado de opinión con estos últimos argumentos, tengo que deciros que aún hay motivos para pensar que atribuir virtudes a otros puede ser interesante. Pensemos en el uso del placebo en investigaciones. El experimentador ofrece un tratamiento médico que puede ayudar en un problema concreto, a pesar de que es sólo sacarina. A sabiendas de ello muestra además una actitud de autoridad y confianza que también es necesaria para que el efecto placebo ocurra. De alguna forma es parecido. El investigador engaña al paciente para generarle un beneficio que además no requiere el uso de ningún psicofármaco real. El uso de placebo no es ilegal ni es una práctica reprochada moralmente por las asociaciones profesionales de médicos. Así que en muchos sentidos, la atribución de virtudes es como un placebo, una estrategia para generar expectativas. 

Para mí sigue siendo problemático emplear esta estrategia de forma indiscriminada e injustificada. Para otros, el fin siempre justifica los medios. En un contexto clínico, cuando encontramos todo tipo de sufrimiento, pensamientos distorsionados, o descripciones destructivas de la propia persona, atribuir cualidades y virtudes puede ser una herramienta muy potente. Lo entiendo más como una forma de rescatar y evocar cualidades de la propia persona que en el momento presente no recuerdan o no tienen la capacidad de emplear en sus vidas. Otra cosa es vender a todos por igual el mensaje ingenuo de que son maravillosos y seguro que salen adelante porque son las mejores personas del mundo, cayendo en el habitual error de malinterpretar la psicología positiva.

NOTAS

El libro de Christian B. MillerThe Character Gap” sólo en inglés por ahora. Aquí tenéis disponible también en inglés un capítulo del libro de Robert C. Roberts llamado “Emotions in the Moral Life”. Artículo sobre el experimento de Richard Miller con niños “ordenados”. Gert Cornelissen y su estudio sobre conciencia ecológica y consumo. Robert Kraut y su experimento sobre donaciones. William DeJong y sus trabajos

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Curiosidad

Cuentan una anécdota de Charles Darwin que representa muy bien el tema del que os hablo hoy. Cuando Darwin llegó a Cambridge en 1828, con tan sólo 19 años, se enganchó a la moda por aquel entonces de coleccionar escarabajos. Posteriormente todo el mundo sabe el afán que desarrolló por estudiar y registrar todas las especies de seres vivos. Parece ser que una de las veces que salió en busca de nuevos tipos de escarabajos que pudiera registrar, encontró dos dentro del tronco de un árbol seco. Mientras llevaba cada uno en una mano, siguió buscando hasta que vio un tipo de escarabajo especialmente raro. Como no quería deshacerse de ninguno de ellos, se le ocurrió que podía sujetar uno en su boca con los dientes y así tener una mano libre y coger el que acababa de encontrar. La historia no acabó bien, el escarabajo que tenía en la boca liberó una sustancia química como forma de defenderse, que hizo que el joven Darwin lo escupiera y además perdiera los otros dos que llevaba en la mano. Alguno puede pensar que no parecía tan listo con 19 años, pero recordemos que la curiosidad fue una de las grandes virtudes que llevó a Darwin a desarrollar toda la teoría de la evolución y su obra “El origen de las especies”. Esta historia refleja además la doble cara de la curiosidad como fenómeno psicológico: puede ser un impulso irrefrenable y a la vez generarnos desagrado en incluso ansiedad. Hoy voy a contaros si es posible sentir estos dos estados de la mente, en gran parte contrapuestos, y lo que los investigadores han hallado en las últimas décadas en su esfuerzo por saber más sobre la curiosidad como proceso cognitivo.

Hace ahora 10 años en Caltech (que es el Instituto Tecnológico de California, poco conocido pero muy importante), el grupo de investigación dirigido por Min Jeong Kang y Colin Camerer, presentaron los resultados de sus investigaciones pioneras. Empleando técnicas de neuroimagen se propusieron identificar las vías neuronales de la curiosidad. Os cuento uno de los experimentos más conocidos que hicieron: Escanearon los cerebros de 19 participantes mientras se les presentaban preguntas de trivial que giraban en torno a gran variedad de temas. Se mezclaron además temas que podían despertar mayor o menor interés, lo que llaman curiosidad epistémica específica. Nombro un par de preguntas de este trivial para que os hagáis una idea: Una fue ¿Cuál es el instrumento musical que se inventó para parecerse a una persona cantando? Y otra ¿Cuál es el nombre de la Galaxia en la que se encuentra el planeta tierra? A los participantes se les pedía que leyeran la pregunta, que adivinaran la respuesta (en el caso que no la supieran), tenían que valorar la curiosidad que les generaba conocer la respuesta correcta, además de indicar cuanta confianza tenían en que su respuesta era la acertada.  La respuesta por cierto a la primera pregunta es el violín, y la segunda como ya sabréis, La Vía Láctea. Las pruebas de neuroimagen mostraron que cuando los participantes valoraban que la respuesta a una pregunta les generaba mucha curiosidad, se activaba de forma significativa una zona llamada cortex prefrontal bilateral y otra núcleo caudado izquierdo. Estas regiones del cerebro son conocidas por su activación como anticipación a un estímulo de recompensa. Para que os hagáis una idea es ese tipo de sensación previa a algo que lleváis mucho tiempo deseando, como puede ser la cabecera del último episodio de tu serie favorita, o cuando el arbitro da comienzo a la final en la que juega el equipo al que sigues en el deporte que sea. Los hallazgos se mostraron en una gráfica con una curva de U invertida. Cuanta más incertidumbre, mayor curiosidad hasta un nivel máximo en el que la curiosidad decae si lo desconocido se aleja mucho de lo que podemos llegar a entender o interesarnos. Las conclusiones de Kang y Camerer fueron consistentes con la idea de que el hambre de conocimiento provoca este efecto de anticipación del refuerzo, algo fácilmente entendible desde un punto de vista evolucionista. Es un claro indicativo de que el conocimiento y la información tienen valor para nuestras mentes.

Y sin embargo, se encontraron también con alguna sorpresa. La estructura cerebral llamada núcleo accumbens, que tiene un papel central en los circuitos del placer y la recompensa, no se activó en sus experimentos. Sí vieron en cambio que cuando se facilitaba la respuesta correcta a los participantes, se activaban otras áreas relacionadas con el aprendizaje, la memoria, y la comprensión y producción verbal, el nombre de esta región es giro frontal inferior. Además la activación era más potente cuando se habían equivocado previamente adivinando la respuesta. Todo esto encaja con otro hecho que se da por comprobado, y es que damos más valor a la información y tenemos más capacidad de aprender cuando corrigen nuestros errores. 

Nos vamos ahora a 2012 para hablar de una psicóloga cognitiva, Marieke Jepma y su equipo de la Universidad de Leiden en Holanda. Intentaron contestar a muchas preguntas aún sin respuesta, por ejemplo querían saber si nuestro cerebro responde de la misma forma a la novedad, a la sorpresa, o sencillamente al deseo de evitar el aburrimiento. Para ello, plantearon una metodología muy diferente con la intención de generar curiosidad en los sujetos experimentales. Jepma y su grupo se centraron en estudiar la llamada curiosidad perceptiva, que es un mecanismo que se activa cuando observamos algo novedoso, sorprendente, o que nos genera confusión y ambigüedad. Nadie antes había intentado comprobar las vías neuronales que correlacionan con la curiosidad perceptiva. Mostraron a los participantes secuencias de imágenes de diferentes objetos, como por ejemplo un autobús o un acordeón, pero que no podían identificar fácilmente al mostrarlas borrosas. Para manipular experimentalmente el momento en el que se disparaba la curiosidad y en el que ésta desaparecía, plantearon cuatro condiciones distintas. En la primera mostraban la imagen borrosa y a continuación la misma imagen nítida. En la segunda la imagen borrosa seguida de otra imagen nítida pero diferente. En la tercera mostraban la imagen nítida seguida de la misma borrosa. Y en la cuarta mostraban la imagen nítida seguida de la misma imagen nítida. De esta forma, los participantes nunca sabían qué esperar o si podrían saciar su curiosidad con la imagen que seguía. Descubrieron que se activaban regiones relacionadas con sensaciones de incomodidad y desagrado, algo que encaja con la famosa teoría del vacío de información. La curiosidad perceptiva produce una sensación negativa de necesidad, parecida en cierta medida a la que tenemos cuando sentimos sed o hambre. También observaron que cuando la imagen nítida eliminaba la incertidumbre y curiosidad, se activaban los circuitos de recompensa del cerebro, una sensación de alivio comparable con la que sentimos cuando saciamos nuestra hambre o sed. Por último vieron que aumentar o disminuir la curiosidad de los participantes en las diferentes condiciones del experimento, activaba neuronas en el hipocampo, una estructura cerebral relacionada con el aprendizaje. Todo esto nos indica que la curiosidad es una motivación muy interesante, no sólo para fomentar la exploración sino para fortalecer el aprendizaje.

Todos los estudios que os describo tienen algunas limitaciones metodológicas que impiden que saquemos conclusiones definitivas. En parte por establecer correlaciones pero no causalidad y porque los diseños experimentales se deben aún refinar más para llegar a confirmar teorías de una forma más concluyente. Hago estos comentarios no para restar mérito ni hacerme yo el interesante, sino para ilustrar lo complejo que es aún para la neurociencia actual el estudio del cerebro.

Poco antes de escribir este artículo encontré una entrevista reciente que hicieron a Jepma, la investigadora holandesa. Le preguntaban acerca del motivo por el que decidió estudiar el fenómeno de la curiosidad. Contestaba que estaba enfrascada en investigar el dilema de explorar o explotar. Este dilema plantea que aprovechamos o empleamos el conocimiento que ya tenemos, y exploramos cuando tenemos poco conocimiento. Pues Jepma cuenta que estaba interesada en saber cómo este dilema guía nuestro proceso de toma de decisiones en la vida. En ese momento fue cuando encontró que la curiosidad es una de las principales motivaciones por las que exploramos, y que apenas había estudios neurocientíficos sobre la misma. Lo mejor del asunto es que al final de la entrevista le preguntan qué es lo próximo, qué está investigando actualmente. Y ella adelanta que ya ha hecho un estudio preliminar no publicado para ver cuántos sujetos experimentales aguantarían incluso dolor físico con tal de saciar su curiosidad. Y cuenta que no todos, pero algunos de los participantes sí que estuvieron dispuestos a sufrir dolor.

Esto me recuerda a la anécdota tan irreal que conté al principio, Charles Darwin escupiendo un escarabajo que se puso en la boca con tal de tener manos libres para poder seguir curioseando.

NOTAS

Charles Darwin y su obra “El origen de las especies”. Min Jeong Kang y Colin Camerer en la investigación de 2009. Marieke Jepma y su estudio de 2012

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Navegación espacial

Voy a hablar sobre localización espacial, especialmente acerca de las emociones que nos generan lugares importantes, como puede ser la casa en la que vivimos cada uno de nosotros.

El hogar es más que un lugar. Nuestra casa nos genera toda una serie de emociones, sensaciones de seguridad y de pertenencia. Los lugares, los recuerdos, y las emociones, están entrelazados entre sí. En las últimas décadas, estas emociones que tenemos asociadas a lugares concretos, han empezado a tener un apoyo empírico importante. 

Pero tenemos que remontarnos a los años 70, la década en la que yo nací, para hablar de John O’Keefe, que es un neurocientífico de la Universidad de Londres responsable de desvelar los mecanismos cerebrales para movernos por el espacio, lo que se conoce como navegación espacial.

Lo que hicieron en numerosas investigaciones fue monitorizar la actividad eléctrica en una zona del cerebro llamada hipocampo. Los experimentos realizados con ratones consistían en implantar electrodos en esta pequeña zona cerebral y observar cómo una serie de neuronas específicas disparaban su actividad cuando los animales se movían por diferentes lugares. A estas neuronas se las conoce como células de posición, y cada una de ellas está vinculada y se dispara sólo en un lugar concreto, formando una representación espacial en nuestro cerebro. Años después se pudo comprobar que en el hipocampo hay otros dos tipos de neuronas implicadas en la navegación espacial. Las células de rejilla, que forman un mapa tridimensional en cada lugar en el que estamos, y las células direccionales, que se activan dependiendo del lugar al que estemos mirando o dirigiéndonos. Estos tres tipos de neuronas forman lo que podríamos llamar el GPS del cerebro y nos permiten orientarnos en el espacio y activar información importante relacionado con el lugar en el que estamos.

Como ha sido habitual durante años, se asume que gran parte de los fenómenos que encontramos en pequeños mamíferos como los ratones, pueden ser en gran parte aplicables a nosotros, al presentar un cerebro muy similar en su estructura. No fue hasta el 2013 cuando pudieron comprobar que el funcionamiento era coincidente en humanos también. Es más complicado de lo que mucha gente cree llevar a cabo experimentos con personas en donde se implanten electrodos y se lleven a cabo las pruebas. En este caso se realizó con pacientes epilépticos que iban a ser operados. Durante la evaluación previa a la intervención quirúrgica, se les implantaron electrodos para medir la actividad cerebral del hipocampo. Los pacientes debían moverse en un entorno tridimensional generado por ordenador, encontrando el mismo funcionamiento de las diferentes neuronas que encontraron con los roedores.

Vamos a complicar un poco más la cosa. Otro neurocientífico, Matt Wilson, investigador del famoso MIT de Boston, realizó experimentos en los que se comprobaba que el hipocampo es mucho más que nuestro GPS. También almacena recuerdos y memorias asociadas a cada lugar. Las células de lugar no sólo le dicen al ratón que ha llegado a su casa, sino que ayudan a codificar las memorias y experiencias de lo que ocurre en casa. Así que se trata de un GPS enriquecido con todo tiempo de detalles sobre el ambiente y los acontecimientos registrados en él. Lo que ocurre en un lugar afecta constantemente a la forma que tenemos de pensar en ese lugar. Si hacemos algo nuevo en un mismo lugar se disparan células de lugar diferentes. Es decir, nuestro mapa mental, con todos los significados que asociamos, se actualiza continuamente al ocurrir nuevas situaciones. Esto significa que tu cocina es tu cocina porque cocinas en ella, no sólo porque tenga una nevera o un fregadero. El hecho de hacer cosas diferentes en cada sitio es lo que define los lugares en mayor medida. 

Os cuento otros estudios con ratones que están teniendo impacto en la forma que entendemos el diseño de las casas. Observaron que alteraciones estructurales en un lugar, como mover compartimentos en una zona concreta del laberinto, generaba cambios en el funcionamiento de las células de lugar, como si se desecharan los mapas mentales construidos y se empezara de cero. Lo mismo nos podría ocurrir cuando hacemos una reforma en casa, cambiamos tabiques, o convertimos la cocina y el salón en único espacio común. Nuestro cerebro reacciona creando un mapa mental completamente nuevo. Esto podría explicar la sensación de sentirse extraño, como en lugar nuevo, cuando realizamos a veces incluso pequeños cambios en nuestro hogar. Entender cómo se combinan espacio, memoria y emoción en nuestro cerebro puede ayudar a los arquitectos y diseñadores a concebir casas más cómodas y agradables. Nuestro GPS concibe los lugares como una secuencia de salas conectadas entre sí, más que espacios aislados. Y el uso de barreras o tabiques para separar espacios en una misma casa parece ayudarnos a concebir cada habitación de forma diferente.

Algunos conoceréis los estudios sobre el efecto “marco de la puerta”, un fenómeno que nos ha pasado a todos en más de una ocasión. Gabriel Radvansky, profesor de psicología de la Universidad de Notre Dame, estudió cómo al llegar a una habitación olvidamos lo que estábamos haciendo o buscando. Entrar en una habitación activa el conocimiento asociado a esa estancia y desactiva los otros, la memoria esta compartimentalizada por lugares. El grupo de investigación de Radvansky llevó a cabo varios experimentos donde se realizaban tareas mientras se atravesaba o no una puerta. La tarea consistía en tratar de llevar objetos entre diferentes lugares, un grupo los hizo sin cruzar puertas, y el otro requería atravesarlas. Y vieron que el grupo que atravesaba una puerta hacia otra habitación, presentaba más problemas para recordar lo que tenían que hacer, lo que sugiere que la puerta dificulta la habilidad que tenemos para recodar pensamientos o decisiones hechas en una habitación distinta. Y sí, volver sobre nuestros pasos o a la habitación donde estábamos antes de olvidarlo, es una buena forma de recordar lo que estábamos haciendo.

Y la memoria emocional juega también un papel muy importante, sobre todo en relación a las sensaciones de peligro o seguridad asociadas a un lugar. La células de lugar parecen mapear también el contenido emocional. Y los límites espaciales para cada emoción pueden ser muy precisos. Atravesar una puerta también puede ser la diferencia entre sentir peligro o seguridad. No sólo para el animal que sale de la cueva y siente cómo su sensación de alerta se dispara. Para nosotros puede serlo también salir de casa o llegar al trabajo. De nuevo, cuando entramos o salimos de ciertos lugares nuestra alarmas se disparan o sentimos seguridad y protección.

Algunas de estas ideas pueden seros útiles en vuestras vidas, para mí lo son además en mi trabajo como psicoterapeuta. Parte de las experiencias de tristeza o ansiedad que quieren cambiar las personas que acuden a la consulta, están asociadas a lugares y a lo que hacen en ellos. Y a veces ligeros cambios en su funcionamiento pueden ayudar a remapear las emociones y significados registrados en nuestro GPS.

- NOTAS -

La investigación original de O’Keefe en 1971 sobre el hipocampo como mapa espacial. Estudio con pacientes epilépticos en 2013. Matt Wilson y sus investigaciones sobre el hipocampo y las emociones. Estudio de Radvansky sobre el efecto marco de la puerta que nos lleva a olvidar.

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